jueves, 26 de diciembre de 2013

Mito del corazón

Nos dijeron que el corazón tiene forma de pica invertida,
que palpita, risueño,
al ritmo de la música tenue
de un valle verde.

Nos dijeron que es de tacto aterciopelado,
suave y delicado.
Que con su voz melosa acaricia la primavera.
Que templa los bosques de encinas,
suavizando sus hojas,
acariciando las cortezas
con el calor de su centro.

Nos dijeron que sueña despierto.
Que es tan hermoso como un atardecer en el desierto;
y frágil como el cristal blanquecino
de una copa de champagne.

Pero amigos, el corazón es un puño apretado
cubierto de venas
y vasos morados,
arterias que se retuercen y ramifican
como espinas
que se multiplican
y se extienden por el cuerpo
como el agua sobre el suelo,
como el polvo, con el viento.

No palpita risueño,
bombea con fuego,
extendiendo la sangre
a golpes de furia,
a golpes constantes,
como siguiendo los pasos de un baile incesante,
acompasado,
incluso acelerado,
de dos por dos.

No es el icono rojizo del amor adolescente
ni la musa de los versos melancólicos
de un poeta renaciente.
Es la lucha,
la vida,
un grito más fuerte
un reloj incandescente
que nunca se detiene.
Un guerrero que no cede
ante el peso del pecho, de plomo,
ni ante una tormenta de espadas,
de noche, de truenos, de odio.

Es una gaviota
que alza el vuelo
con el ala rota.
Que se yergue, descompuesta,
sanando sus heridas
para doblar la apuesta.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Cuando era niña


Cuando era niña, solía jugar con aquél árbol del parque. Era enorme, fuerte y hermoso. Solía pensar que nada podría romperlo jamás. Que siempre se había encontrado ahí, alzando sus ramas, como pinceles vaporosos, para pintar de verde el cielo.

Cuando era niña, solía cantar muy alto, pensando que si alcanzaba con mi voz la punta de la hoja más alta, ésta bajaría a buscarme y me elevaría para sentarme sobre la nube anaranjada que solía descansar sobre ella. Creía que, desde arriba, su tacto esponjoso acariciaría mis piernas, y que, de pronto, sería más alta, como por arte de magia, y podría entender todo lo que los mayores no me contaban.

Cuando era niña quería saberlo todo. Por qué era azul el color del cielo, y por qué cambiaba cuando anochecía. Por qué la tierra mojada pintaba mis botas rojas de marrón, y por qué la sonrisa de mi madre parecía congelarse a veces tras volver del parque. Solía odiar aquello, y me enfurruñaba con los puños apretados. Y gritaba muy fuerte, tapándome los oídos con mis manitas mientras pataleaba contra el suelo, como si, al pisar más fuerte, pudiera librarme de sus garras y elevarme hacia esa nube de algodón.

Pensaba que era una princesa y que tenía poderes mágicos, y solía entrecerrar los ojos creyendo que si me concentraba mucho, podría mover los libros de mi estantería sin tocarlos. Creía que un día, alguien vendría a buscarme y me llevaría a un mundo mágico en el fondo del océano, pintado de rosa y dorado, donde todas las sonrisas serían cálidas, y nada nunca podría oscurecerlas.

De pronto, los colores brillantes con que soñaba se han vuelto grises, más tristes. Comprendo que el árbol gigante y hermoso del parque no es más que un tronco enredado, viejo y gastado, que apenas alcanza tres metros de altura. Mis piernas son más largas, y a aquellos atardeceres naranjas ahora los llamo contaminación lumínica.

Comprendí hace tiempo que el cielo no es azul, ni existe siquiera. Que sólo es una capa de gases que nos envuelven en una burbuja. Que, efectivamente, mis pies están atados a la tierra, pero que hay mucha tierra donde correr.

Y, sobre todo, comprendí que la tierra mojada ensucia los zapatos y se pega a ellos, ahogando su brillo. Comprendí que el barro, como los secretos y las mentiras, se pegan como alquitrán a la piel. Que la sangre y el odio no se borran, y que aquella sonrisa congelada es sólo una de las pruebas de que tengo la madre más fuerte y más valiente del mundo. Que inventó una pompa enjabonada de brillos y diamantes esponjosos para que jugara mientras ella tragaba ese humo negro, y aun así sonreía mientras yo, ceñuda, me negaba a dejar aquél árbol podrido.

Comprendí entonces que mi mundo mágico no era tan mágico y que jamás lo cambiaría por éste. 

sábado, 23 de noviembre de 2013

Te abandoné


Yo era tu única aliada
en esta guerra de máscaras 
y dardos verdes,
en este mar embravecido
de suspiros
y gritos inertes.

Pincharon tu salvavidas
una, dos,
diez veces.

Y te hundías, respirando sal,
agua manchada.
Agarrada a mis palabras
como si fueran
enredaderas negras
que se elevaran en cascadas
de letras,
de trazos, 
de tinta grave.

Y subías y salías.
Te faltaba el aire,
la fuerza en los brazos
y dedos en las manos.

Los tallos se volvieron débiles:
hilos finos de aire seco
frío, denso,
que parecía descender a trompicones
en la oscuridad del agua;
colándose por tu ombligo 
para mecerte más dentro.

Tus pulmones gritaban y
esbozaban súplicas silenciosas
con cada tenue bocanada

Y mientras,
Mi espalda te miraba
Como una sonrisa sádica,
como un “se acabó lo que se daba”,
como unos ojos que no miran
a través de unas gafas empañadas.

Tú alzabas las manos blancas
y me arañabas,
esperando que escuchase tu silencio,
que leyese el rojo
de tu mirada ensangrentada,
encharcada de dudas, de miedo,
de soledad y enojo
con la noche que se cernía
sobre tu hogar cojo,
sembrado de preocupaciones vacías 
y canciones sin notas, 
sin letra, sin nada.

Embriagada de dolor, de culpa.

Culpa la mía al olvidar quererte.
Dejé de cuidarte pensando que
 imaginabas tus problemas,
que no te ahogabas, 
que llorabas entre sales y enredaderas.

Tuvo el perro que salvarte
mordiéndote el brazo,
Hiriéndote el pecho
y arrancando de cuajo
el amor que tú le diste
ese amor que no te he dado.

Una historia como tantas otras


Tantas veces me gritaste que querías verme,
tocarme con dedos temblorosos
y labios de sal.
Tantas veces tus brazos me envolvieron
en abrazos de hierro
como si tus manos 
frenaran el fuego en mis pies.

Me besabas agarrándome el pelo
con los puños cerrados;
apretando los labios,
llevándote el aire 
y guardándolo dentro.

Borraste mis pasos,
esperando que se me olvidara correr.
Quitaste el volumen de mis cuerdas vocales,
arrancando de cuajo 
los gritos
que, en suspiros, 
mi boca lloraba.

Y me gustaba.

Pensar que yo era la única
que llenaba de rabia
tus entrañas.
Que era yo en quien pensabas
cada minuto de cada mañana;
con cada café;
con cada tostada;
en cada amanecer 
y en cada noche malva.

Y me sentía segura,
como en casa,
creyendo que no permitirías 
que nada me tocara.
Ni el viento, ni el mar,
ni nada.

Nada.

Los golpes vinieron más tarde.
Las tostadas sabían quemadas
y el café ya no era más 
que agua amarga.

Tus palabras dulces cayeron dormidas
como llamas apagadas.
Susurraban vacías
En silbidos punzantes
Lentos, tercos, 
hirientes.
Como la brisa de noviembre.

Sabían frías, inertes,
como cristales rotos,
alambres toscos
del rudo mimbre 
que había cubierto tus brazos,
tus manos, 
tus puños de yeso.

Se enredaban con mis ideas,
se enlazaban y anudaban
haciendo crecer flores negras en mis venas.


Hoy me falta el aire.

No recuerdo cómo llegamos a esto.
Pero tengo miedo.
No de la ceniza de tu cigarro
Ni del dolor en mi sexo.

No de tus puños, 
ni de tu voz agrietada
que de pronto araña y se retuerce
con espinas marchitas
que atraviesan el espacio que nos separa
y se clavan en mi piel como dardos, 
dinamita.

No, lo que aun temo
es el dolor en el pecho
que me pincha al pensar
que no me quieres,
que no te sirvo.

Que no soy nada.


viernes, 7 de junio de 2013

Buenas noches. Hasta siempre


Eras difícil. Tanta pasión en una sola boca, que incluso estornudando era estruendosa. Debiste ser terroríficamente intenso. Pero yo no te conocí así. Es triste describir un recuerdo sincero, ahora. Para mí sólo eras un hombre preocupado por el pasado y por el futuro de tus nietos. Eras orgulloso, sí. Pero te sentías solo. Vivías entre el humo de tus puros en tus paseos, recordando viejas aventuras.

Esta noche me gustaría escuchar otra de tus historias. Quizás aquella vez que curaste una úlcera con un banquete y una borrachera. O aquella vez que dispararon a tu coche en marcha. Y pensar que pudiste vivirlas todas. Decían que eras un milagro médico, quizás hasta un milagro histórico. ¿Cómo pudiste salir ileso de tales situaciones? Quizás sólo fuiste un tipo con suerte. Sobre todo con la suerte de contar con una familia que compartía tu ánimo impulsivo, tu forma de querer y tu carácter inquieto. No es un cóctel fácil de digerir, pero sí inolvidable.

Y quizás incluso ahora estés ayudando del modo que ninguno sabía. Quizás ahora sepamos que no hay forma de vivir entre gritos. Quizás es momento de abrir los puños y dar abrazos. Una lágrima no vale nada, si se puede salvar con una sonrisa después, ¿no es cierto? Supongo que no. Una sonrisa no arregla nada sin un perdón. Y eso no se adquiere de forma simple. Uno olvida a veces lo fácil que es perderse, y lo difícil que es encontrarse de nuevo.


martes, 26 de febrero de 2013

Retrato maldito



Agrietado, viejo y gris. Su rostro se llena de arrugas y hendiduras. El color se empieza a borrar de sus mejillas, y sus ojos han perdido aquella mirada desafiante. Su pelo se ha vuelto lacio, del color de la paja quemada, como si lo cubrieran cenizas de juventud. Tiene cada vez más telarañas, y el polvo lo cubre como un velo de viento invernal.


Pero sigue ahí, mirándome desde el desván. Riéndose de mi ceño fruncido y de mis parpadeantes ojos cristalinos. Quisiera rajarlo, quemarlo y triturarlo en diminutos pedacitos que borrasen sus rasgos. Es un retrato maldito, y está cosido en cada baldosa, dibujado en cada pergamino, entre las líneas que hablan de ti. Esbozado en cada idea y recreado en cada sueño. Su sonrisa torcida p gira de forma macabra, susurrando negras paranoias en mis oídos. n Y aunque sus colores son cada día más grises y agrietados, nunca mueren.


Algún día quemaré el retrato, y arrojaré sus cenizas en el más oscuro de los pantanos. Las aguas se llevarán sus restos.

jueves, 14 de febrero de 2013

Humo

Hoy mi corazón tiene forma de puño apretado. Bombea despacio, como reservándose el aliento por si mis pies se disparan en una carrera sin rumbo. Las paredes parecen latir al mismo ritmo lento, insistente.   Me miran con sus inquisitivos ojos de yeso.

Pero no, aún no tengo respuesta. Es cierto, el humo aparece cuando el fuego se ha extinguido. Se eleva sobre las cenizas, y éstas se arremolinan en torbellinos, hasta que el campo que formaron queda convertido en motas de polvo, y los pétalos de rosa en los globos pinchados de una fiesta de cumpleaños. Pero, una vez, aquello supo a cereza, y su aroma envolvía mi piel, cargando las sábanas de un aroma tan empalagoso como el algodón de azúcar. ¿Y si perdí el olfato, de tanto pensar? Puede que solo necesite un pañuelo con que limpiarme la cara para volver a ver el campo que antes cubría este páramo. Puede que este humo sea también de cereza, puede que no pueda disfrutarlo por un resfriado transitorio.

Pero también es posible que sólo quede carbón.