Yo
era tu única aliada
en
esta guerra de máscaras
y
dardos verdes,
en
este mar embravecido
de
suspiros
y
gritos inertes.
Pincharon
tu salvavidas
una,
dos,
diez
veces.
Y
te hundías, respirando sal,
agua
manchada.
Agarrada
a mis palabras
como
si fueran
enredaderas
negras
que
se elevaran en cascadas
de
letras,
de
trazos,
de tinta grave.
de tinta grave.
Y
subías y salías.
Te
faltaba el aire,
la
fuerza en los brazos
y dedos en las manos.
Los
tallos se volvieron débiles:
hilos
finos de aire seco
frío,
denso,
que
parecía descender a trompicones
en
la oscuridad del agua;
colándose
por tu ombligo
para mecerte más dentro.
para mecerte más dentro.
Tus
pulmones gritaban y
esbozaban
súplicas silenciosas
con
cada tenue bocanada
Y
mientras,
Mi
espalda te miraba
Como
una sonrisa sádica,
como
un “se acabó lo que se daba”,
como
unos ojos que no miran
a
través de unas gafas empañadas.
Tú
alzabas las manos blancas
y me arañabas,
esperando
que escuchase tu silencio,
que
leyese el rojo
de
tu mirada ensangrentada,
encharcada
de dudas, de miedo,
de
soledad y enojo
con
la noche que se cernía
sobre
tu hogar cojo,
sembrado
de preocupaciones vacías
y canciones sin notas,
sin letra, sin nada.
y canciones sin notas,
sin letra, sin nada.
Embriagada
de dolor, de culpa.
Culpa
la mía al olvidar quererte.
Dejé
de cuidarte pensando que
imaginabas tus problemas,
que
no te ahogabas,
que llorabas entre sales y enredaderas.
que llorabas entre sales y enredaderas.
Tuvo
el perro que salvarte
mordiéndote
el brazo,
Hiriéndote
el pecho
y
arrancando de cuajo
el
amor que tú le diste
ese
amor que no te he dado.
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