Nos dijeron que el corazón tiene forma de pica invertida,
que palpita, risueño,
al ritmo de la música tenue
de un valle verde.
Nos dijeron que es de tacto aterciopelado,
suave y delicado.
Que con su voz melosa acaricia la primavera.
Que templa los bosques de encinas,
suavizando sus hojas,
acariciando las cortezas
con el calor de su centro.
Nos dijeron que sueña despierto.
Que es tan hermoso como un atardecer en el desierto;
y frágil como el cristal blanquecino
de una copa de champagne.
Pero amigos, el corazón es un puño apretado
cubierto de venas
y vasos morados,
arterias que se retuercen y ramifican
como espinas
que se multiplican
y se extienden por el cuerpo
como el agua sobre el suelo,
como el polvo, con el viento.
No palpita risueño,
bombea con fuego,
extendiendo la sangre
a golpes de furia,
a golpes constantes,
como siguiendo los pasos de un baile incesante,
acompasado,
incluso acelerado,
de dos por dos.
No es el icono rojizo del amor adolescente
ni la musa de los versos melancólicos
de un poeta renaciente.
Es la lucha,
la vida,
un grito más fuerte
un reloj incandescente
que nunca se detiene.
Un guerrero que no cede
ante el peso del pecho, de plomo,
ni ante una tormenta de espadas,
de noche, de truenos, de odio.
Es una gaviota
que alza el vuelo
con el ala rota.
Que se yergue, descompuesta,
sanando sus heridas
para doblar la apuesta.
Las palabras canalizan tormentas, las ordenan. Éstos son los fósiles de pensamientos descontrolados.
jueves, 26 de diciembre de 2013
jueves, 19 de diciembre de 2013
Cuando era niña
Cuando era niña, solía jugar
con aquél árbol del parque. Era enorme, fuerte y hermoso. Solía pensar que nada
podría romperlo jamás. Que siempre se había encontrado ahí, alzando sus ramas,
como pinceles vaporosos, para pintar de verde el cielo.
Cuando era niña, solía
cantar muy alto, pensando que si alcanzaba con mi voz la punta de la hoja más
alta, ésta bajaría a buscarme y me elevaría para sentarme sobre la
nube anaranjada que solía descansar sobre ella. Creía que, desde arriba, su
tacto esponjoso acariciaría mis piernas, y que, de pronto, sería más alta, como
por arte de magia, y podría entender todo lo que los mayores no me contaban.
Cuando era niña quería
saberlo todo. Por qué era azul el color del cielo, y por qué cambiaba cuando
anochecía. Por qué la tierra mojada pintaba mis botas rojas de marrón, y por
qué la sonrisa de mi madre parecía congelarse a veces tras volver del parque.
Solía odiar aquello, y me enfurruñaba con los puños apretados. Y gritaba muy
fuerte, tapándome los oídos con mis manitas mientras pataleaba contra el suelo,
como si, al pisar más fuerte, pudiera librarme de sus garras y elevarme hacia
esa nube de algodón.
Pensaba que era una princesa
y que tenía poderes mágicos, y solía entrecerrar los ojos creyendo que si me
concentraba mucho, podría mover los libros de mi estantería sin tocarlos. Creía
que un día, alguien vendría a buscarme y me llevaría a un mundo mágico en el
fondo del océano, pintado de rosa y dorado, donde todas las sonrisas serían
cálidas, y nada nunca podría oscurecerlas.
De pronto, los colores
brillantes con que soñaba se han vuelto grises, más tristes. Comprendo que el
árbol gigante y hermoso del parque no es más que un tronco enredado, viejo y
gastado, que apenas alcanza tres metros de altura. Mis piernas son más largas,
y a aquellos atardeceres naranjas ahora los llamo contaminación lumínica.
Comprendí hace tiempo que el
cielo no es azul, ni existe siquiera. Que sólo es una capa de gases que nos
envuelven en una burbuja. Que, efectivamente, mis pies están atados a la
tierra, pero que hay mucha tierra donde correr.
Y, sobre todo, comprendí que
la tierra mojada ensucia los zapatos y se pega a ellos, ahogando su brillo.
Comprendí que el barro, como los secretos y las mentiras, se pegan como
alquitrán a la piel. Que la sangre y el odio no se borran, y que aquella
sonrisa congelada es sólo una de las pruebas de que tengo la madre más fuerte y
más valiente del mundo. Que inventó una pompa enjabonada de brillos y diamantes
esponjosos para que jugara mientras ella tragaba ese humo negro, y aun así
sonreía mientras yo, ceñuda, me negaba a dejar aquél árbol podrido.
Comprendí
entonces que mi mundo mágico no era tan mágico y que jamás lo
cambiaría por éste.
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