domingo, 9 de septiembre de 2012

Cuentos de sal.


Una vez soñé contigo. Fue bonito. Estábamos frente a unos acantilados, acariciando una roca manchada de sal.

Soñé que te besaba, despacio. Recuerdo tus labios. Eran suaves, blandos, casi frágiles. Y tus dedos, plumas blancas.

Mi pelo se volvió rojizo al atardecer, justo antes de que aquella oscuridad te llevara. Fue precioso. Caricias saladas, cubiertas de lágrimas. Trágico, pero tan hermoso… el agua te llevó como a una tabla de madera. Y lentamente, como agarrado a las olas, te alejaste. Tu cuerpo ondeaba con el mar, bailando al son de su vaivén.

Esa mañana me desperté algo confusa. Mi almohada sabía a sal, como si hubiese viajado conmigo a aquél macabro lugar…

 Pero, lo más inquietante es que no te he visto desde entonces. Te escribo cada día desde que soñé aquello.

Como si fuesen papel en llamas, se borran los recuerdos de aquellas noches en el mar. Se esfuman, elevándose en remolinos de humo ceniciento.

Sería maravilloso saber algo de ti. Reviviría un poco. Sólo un poco. A veces olvido el brillo de tus ojos grises. Eran como perlas tristes. Y el timbre de tu voz pausada. El sonido de la madera crujiendo cuando el fuego de la hoguera crepitaba, escupiendo chispas naranjas al silencio de la noche.

Ojala respondieras alguna de mis cartas. Como antes hacías. Ojala volviese a encontrar una rosa sobre mi almohada. ¿Qué pasó?

¿Recuerdas cuando te prometí que nos mudaríamos al mar? Construiríamos un castillo de conchas y encontraríamos el modo de respirar bajo el agua. Solías reírte de aquellas ideas.

Esta mañana he ido al mar. He encontrado tu pañuelo cubierto por la arena. El granate, ¿lo recuerdas? El pañuelo de tu madre. Lo adorabas. Siempre lo llevabas anudado. ¿Por qué te lo quitaste? Una vez me dijiste que jamás te vería con vida sin ese pañuelo.

Empiezo a asustarme. Casi no recuerdo las últimas tardes contigo. Casi he olvidado la sal de tus labios…

A veces fantaseo con que estás bajo el agua, esperándome. Con que te convencí para que saltaras y construyeses nuestro castillo. Con que te dije que las rocas y los salientes no eran más que nubes reflejadas en el mar teñidas por la cal de los acantilados, y que los atravesarías como cortinas de humo si saltabas. Y que la sal llenaría tu garganta, y te permitiría respirar en su reino de aguas furiosas.

¿Y si fue así? Quizás aún me esperes bajo el agua… Quizás esperas que salte contigo, que llegue al fondo del océano acunada por las olas, como aquella vez te acunaron a ti. 

martes, 27 de marzo de 2012

Sal.


Esbozas siluetas de luz en las olas negras, alzadas de frustración y rebeldía, y sostienes sus cuerpos con tus manos blancas. Sonríes al viento con suaves caricias, y aclaras la opacidad de la rendición tras la tormenta. Consuelas y salas el agua del océano, vasta y profunda, pesada y solitaria. Dibujas caminos de formas sobre la tela arrugada cuando algo cruza sobre ella. Te asieres a las rocas de los acantilados, y te adhieres a ellas, cubriendo sus poros, completando su superficie.

Eres invisible y te muestras. Inaudible y susurras. Intangible, y te deslizas, burbujeando. Penetras en el aroma del mar. Eres su definición, permanente pero cambiante, disuelta en el mar.

Y sin él cristalizas, y tu flexibilidad se vuelve rígida y tus caricias duras, y tu sabor hiriente.

domingo, 26 de febrero de 2012

El "y si" rompió el tintero.







El "y si" rompió el tintero.


Escribiríamos un papel arrugado,

con tinta seca.

Escupiendo gotas negras

que atravesarían el papel,

como ácido.


Apretando la pluma,

exprimiéndola.


Escribiríamos lágrimas,

sangre,

polvo.


Nos aferraríamos al beso del mar

en una noche de tormenta.

Y, a golpes de sal,

destruiríamos el papel que soñamos.

Papel de la magia,

papel de las canciones.

Papel de plumas blancas.

No quisiera arrugarlo

con mi lengua acartonada.


No quisiera quemarlo

y cubrirlo de espinas,

de bruma,

de cal.






Soplé para elevarlo,

y de pronto me veo persiguiéndolo

como una niña a su globo de helio.


Un globo no está hecho para vivir en la tierra.

No comparte la gravedad.


Encontrará vapor, viento y nubes,

lejos de las agujas.

martes, 21 de febrero de 2012

Polvo en el viento.


Mis dedos, 
como tinta, 
chapotean en un papel manchado. 
Roto. 
Quemado. 
Donde nadie escribiría. 

 Mi lengua se empapela y rasga el papel. 

Lo rompe y lo hiere con palabras ensangrentadas. 
Inertes. 

Ceniza. 

Mis párpados tiemblan 
y mi cuerpo ha perdido su peso. 
Cae, 
atraviesa el suelo. 

Charcos de sangre 

y polvo en el viento. 
Negro. Negro. Negro. 

Mis pies se desvanecen, 

convertidos en arena inconsistente. 
Arena fina y débil que olvidó sus zapatos. 
Olvidó dónde ir. 

Se disgrega en diminutos granos apagados. 

domingo, 12 de febrero de 2012

Fuego doméstico.



Buscando palabras entre las líneas rotas de la corteza de un sauce gris. Llueve. Apoyo la cabeza contra el árbol y respiro. Las gotas chapotean en la tierra. Huele a hierba húmeda. Madera mojada.


 Buscando recuerdos en el verde de sus hojas ramificadas. Buscando calor en el abrazo de la lluvia. La tormenta improvisa solos de truenos y relámpagos guiados por el ritmo que marcan las gotas. Extraña composición arrítmica.


 Enciendo el mechero. La llama anaranjada amarillea mis ojos, y colorea mi nariz azulada. Es una mancha borrosa, que vibra y tiembla como asustada de la sombra. Murmura y susurra con sus débiles chispeos. Es fuego en miniatura, fuego doméstico.

domingo, 5 de febrero de 2012

Insomnio





De noche se agudizan los oídos, se dilatan las pupilas y se suaviza el tacto de los dedos. De noche la luz parece brillar con más intensidad, y el silencio gritar más alto.


El tic-tac del reloj se acelera cada segundo. Las gotas del grifo entreabierto pesan, y se rompen en cristales al caer en el lavabo. La madera vieja cruje y chirría en gritos de agonía y la luz azulada del reloj electrónico parpadea con histeria. Siento cada segundo caminando entre los dedos de mis pies helados. Mi cuerpo parece ser incómodo, grande, pesado. Aprieto los párpados y cambio de posición, encogida bajo el edredón. El colchón parece cada vez más rígido, una tabla de madera gastada que no me protege del frío.

La lluvia susurra y se desliza al chocar contra el cristal de la ventana, como arrullándome con dulzura. Y la oscuridad se tambalea, moviendo mi habitación, como una cuna balanceándose. Despacio. Y en susurros, el colchón se desvanece. El tic-tac se apaga, y el goteo desaparece. Y caigo sobre una pluma. Dos horas de libertad subconsciente.

Bajo la sombra de la ermita


Era una bolita de carne esponjosa. Golpeaba el suelo con sus manitas entre carcajadas, abriendo desorbitadamente sus grandes ojos azules. Su boquita sin dientes contagiaba las sonrisas mientras se balanceaba de adelante a detrás encogido entre sus piernas sonrosadas. Movía los diminutos deditos de los pies como si estuviese analizando su naturaleza. Se asombraba cuando vislumbraba una luz. La perseguía, hipnotizado, tratando de atrapar el destello centelleante hasta que lo perdía de vista o caía rodando con un gritito agudo. Y seguía gateando, y se sentaba, agitando los brazos intentando despegarse del suelo con un aleteo.

Julia no podía parar de sonreír. Le observaba risueña cuidando de que aquél hombrecito chiquitito no se rompiese en pedazos al acariciar el suelo.

Una lágrima se deslizó por su mejilla y cayó sobre su tripita regordeta. El niño rompió a llorar, gritando tan fuerte que Julia temió que se le saliese el corazón por la boca. Le cogió con suavidad, acunándole con gesto de preocupación. Pero no se calmaba. Se agitaba retorciéndose, con la cabeza roja del esfuerzo del grito. Clavó sus uñitas en los brazos de Julia intentando soltarse de su abrazo. Ella lo separó de sí, preocupada. Entonces lo vio. Horrorizada, siguió con la mirada el camino de sangre que recorría el vientre de su hijo. Lo soltó rápidamente sobre un cojín blanco y comprobó que sus manos se habían quedado marcadas en su piel. Parecían hundirse, enrojeciéndose y ensangrentándose, como la gota de sangre que descendía por su muslo. Parecía que la lágrima le había perforado el estómago, y que la marca de sus manos amorataba su pecho. Las carnes de sus mejillas se fueron hundiendo, y sus muslos gorditos se convirtieron en huesos cubiertos por una piel escamosa.

Los gritos continuaban, y Julia no sabía qué hacer. Contemplaba la escena paralizada, desistiendo en sus intentos de tranquilizarlo con caricias al ver las marcas que sus propias manos le producían.  Un nudo apretaba su garganta, ahogándola, y una tela blanca oprimía su cerebro, impidiéndole pensar con claridad. No podía moverse, ni respirar, ni siquiera gritar.

De pronto, un espasmo recorrió el diminuto saco de huesos y este quedó inmóvil. Inerte sobre un cojín manchado de sangre. Julia lo cogió y lo agitó. La cabeza oscilaba, flotando sobre el cuello retorcido. Julia gritó, y dejó salir a borbotones la histeria, la exasperación, las lágrimas y la culpa de aquella muerte. Había matado a aquel generador de cariño y dulzura. Había matado a la bolita de carne esponjosa que tanto había querido abrazar.

Y gritó. Y gritó. Y golpeó el suelo. Y gritó.

Hasta que sus propios gritos la despertaron. Estaba en el suelo, bocabajo. Se incorporó despacio y se tumbó en la cama. Y mirando al techo rememoró su sueño. Revivió cada imagen proyectada en el techo de su habitación. Y apretó los párpados, y la mandíbula, mientras las lágrimas cubrían sus mejillas, ya empapadas. Se acarició la mano derecha. Tenía un dolor agudo en el lateral. Con los ojos enrojecidos, estudió la hinchazón de la zona y, suspirando, se levantó para vendársela.


Ya había pasado un año desde que tomó la decisión. Tan sólo estaba de tres semanas cuando abortó, y su madre, cruz en mano, seguía sin hablarla. Por suerte le dejaba seguir viviendo con ella, pero tan solo su imagen le producía pesadillas. Los espejos cubiertos de vaho enmarcaban la misma palabra cada mañana “asesina”.

Aquél día, Julia había perdido todos sus derechos. Todos en aquél pueblo sabían su nombre, y todos en aquél pueblo callaban al verla, en forma de ojos críticos, ceños fruncidos y miradas de odio. Las viejas torcían la boca en un gesto de desaprobación cuando cruzaba la ermita, y acariciaban con ansia sus rosarios. En la comunidad de vecinos no se la convocaba para las reuniones, y tenía orden de alejarse de los niños, para evitar el contagio de ideas impuras y un comportamiento indigno.

Todas las mañanas cogía el autobús que la llevaba al almacén, y, gracias a su bajo sueldo, podía mantenerse a sí misma y a su madre. Pasaba horas apilando cajas y organizando existencias. Una rutina solitaria. La monotonía le agotaba, y aun así alargaba su horario laboral para volver más tarde a casa.

Odiaba aquella jaula abierta, llena de polvo y religión. El cobre oxidado que llenaba su atmósfera se depositaba en sus pulmones, y el serrín de la cruz de la ermita obstruía sus ideas y sellaba su boca. La tortura del silencio pesaba ya sobre su espalda, y los insultos y amenazas comenzaban a colarse en sus sueños. Su cordura comenzaba a tambalearse: aquella pesadilla no había sido la primera. Ni sería la última.


Violencia acallada con violines




Golpeas las ventanas con los puños desnudos. Los pañuelos que usaste para protegerlos ya están demasiado ensangrentados para envolver tus manos. Las telas ya no tienen ojos. Están hartas de escuchar. Querrías poner el silenciador a tus gritos, pero no alcanzas tus cuerdas vocales. Así que aprietas los labios y recoges con horquillas las arrugas de tu rostro frustrado.


Violencia acallada con violines.

Nunca te gustó esta historia. El tiempo no es lo tuyo, ni los eufemismos sociales. Disfrutabas con el desorden de tu caótica vida. Eras libre.

Pero te atrapó, oprimiendo tu realidad inventada; y te alejó de tu feliz engaño.

Y ahora estás perdida entre jeringuillas y pastillas. Huyes esperando que te sigan, como solían hacer. Pero se han cansado de seguirte, y tú no sabes cómo volver.