Una vez soñé
contigo. Fue bonito. Estábamos frente a unos acantilados, acariciando una roca
manchada de sal.
Soñé que te
besaba, despacio. Recuerdo tus labios. Eran suaves, blandos, casi frágiles. Y
tus dedos, plumas blancas.
Mi pelo se
volvió rojizo al atardecer, justo antes de que aquella oscuridad te llevara.
Fue precioso. Caricias saladas, cubiertas de lágrimas. Trágico, pero tan
hermoso… el agua te llevó como a una tabla de madera. Y lentamente, como agarrado
a las olas, te alejaste. Tu cuerpo ondeaba con el mar, bailando al son de su
vaivén.
Esa mañana me
desperté algo confusa. Mi almohada sabía a sal, como si hubiese viajado conmigo
a aquél macabro lugar…
Pero, lo más inquietante es que no te he
visto desde entonces. Te escribo cada día desde que soñé aquello.
Como si fuesen
papel en llamas, se borran los recuerdos de aquellas noches en el mar. Se
esfuman, elevándose en remolinos de humo ceniciento.
Sería
maravilloso saber algo de ti. Reviviría un poco. Sólo un poco. A veces olvido
el brillo de tus ojos grises. Eran como perlas tristes. Y el timbre de tu voz
pausada. El sonido de la madera crujiendo cuando el fuego de la hoguera
crepitaba, escupiendo chispas naranjas al silencio de la noche.
Ojala
respondieras alguna de mis cartas. Como antes hacías. Ojala volviese a encontrar
una rosa sobre mi almohada. ¿Qué pasó?
¿Recuerdas
cuando te prometí que nos mudaríamos al mar? Construiríamos un castillo de
conchas y encontraríamos el modo de respirar bajo el agua. Solías reírte de
aquellas ideas.
Esta mañana he
ido al mar. He encontrado tu pañuelo cubierto por la arena. El granate, ¿lo
recuerdas? El pañuelo de tu madre. Lo adorabas. Siempre lo llevabas anudado.
¿Por qué te lo quitaste? Una vez me dijiste que jamás te vería con vida sin ese
pañuelo.
Empiezo a
asustarme. Casi no recuerdo las últimas tardes contigo. Casi he olvidado la sal
de tus labios…
A veces
fantaseo con que estás bajo el agua, esperándome. Con que te convencí para que
saltaras y construyeses nuestro castillo. Con que te dije que las rocas y los
salientes no eran más que nubes reflejadas en el mar teñidas por la cal de los
acantilados, y que los atravesarías como cortinas de humo si saltabas. Y que la
sal llenaría tu garganta, y te permitiría respirar en su reino de aguas
furiosas.
¿Y si fue así?
Quizás aún me esperes bajo el agua… Quizás esperas que salte contigo, que
llegue al fondo del océano acunada por las olas, como aquella vez te acunaron a
ti.