Tantas
veces me gritaste que querías verme,
tocarme
con dedos temblorosos
y
labios de sal.
Tantas
veces tus brazos me envolvieron
en
abrazos de hierro
como
si tus manos
frenaran el fuego en mis pies.
frenaran el fuego en mis pies.
Me
besabas agarrándome el pelo
con
los puños cerrados;
apretando
los labios,
llevándote
el aire
y guardándolo dentro.
y guardándolo dentro.
Borraste
mis pasos,
esperando
que se me olvidara correr.
Quitaste
el volumen de mis cuerdas vocales,
arrancando
de cuajo
los gritos
los gritos
que,
en suspiros,
mi boca lloraba.
mi boca lloraba.
Y
me gustaba.
Pensar
que yo era la única
que
llenaba de rabia
tus
entrañas.
Que
era yo en quien pensabas
cada
minuto de cada mañana;
con
cada café;
con
cada tostada;
en
cada amanecer
y en cada noche malva.
y en cada noche malva.
Y
me sentía segura,
como
en casa,
creyendo
que no permitirías
que nada me tocara.
que nada me tocara.
Ni
el viento, ni el mar,
ni
nada.
Nada.
Los
golpes vinieron más tarde.
Las
tostadas sabían quemadas
y el café ya no era más
que agua amarga.
que agua amarga.
Tus
palabras dulces cayeron dormidas
como
llamas apagadas.
Susurraban
vacías
En
silbidos punzantes
Lentos,
tercos,
hirientes.
hirientes.
Como
la brisa de noviembre.
Sabían
frías, inertes,
como
cristales rotos,
alambres
toscos
del
rudo mimbre
que había cubierto tus brazos,
que había cubierto tus brazos,
tus
manos,
tus puños de yeso.
tus puños de yeso.
Se
enredaban con mis ideas,
se
enlazaban y anudaban
haciendo
crecer flores negras en mis venas.
Hoy
me falta el aire.
No
recuerdo cómo llegamos a esto.
Pero
tengo miedo.
No
de la ceniza de tu cigarro
Ni
del dolor en mi sexo.
No
de tus puños,
ni de tu voz agrietada
ni de tu voz agrietada
que
de pronto araña y se retuerce
con
espinas marchitas
que
atraviesan el espacio que nos separa
y se
clavan en mi piel como dardos,
dinamita.
dinamita.
No,
lo que aun temo
es
el dolor en el pecho
que
me pincha al pensar
que
no me quieres,
que
no te sirvo.
Que
no soy nada.
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