sábado, 23 de noviembre de 2013

Una historia como tantas otras


Tantas veces me gritaste que querías verme,
tocarme con dedos temblorosos
y labios de sal.
Tantas veces tus brazos me envolvieron
en abrazos de hierro
como si tus manos 
frenaran el fuego en mis pies.

Me besabas agarrándome el pelo
con los puños cerrados;
apretando los labios,
llevándote el aire 
y guardándolo dentro.

Borraste mis pasos,
esperando que se me olvidara correr.
Quitaste el volumen de mis cuerdas vocales,
arrancando de cuajo 
los gritos
que, en suspiros, 
mi boca lloraba.

Y me gustaba.

Pensar que yo era la única
que llenaba de rabia
tus entrañas.
Que era yo en quien pensabas
cada minuto de cada mañana;
con cada café;
con cada tostada;
en cada amanecer 
y en cada noche malva.

Y me sentía segura,
como en casa,
creyendo que no permitirías 
que nada me tocara.
Ni el viento, ni el mar,
ni nada.

Nada.

Los golpes vinieron más tarde.
Las tostadas sabían quemadas
y el café ya no era más 
que agua amarga.

Tus palabras dulces cayeron dormidas
como llamas apagadas.
Susurraban vacías
En silbidos punzantes
Lentos, tercos, 
hirientes.
Como la brisa de noviembre.

Sabían frías, inertes,
como cristales rotos,
alambres toscos
del rudo mimbre 
que había cubierto tus brazos,
tus manos, 
tus puños de yeso.

Se enredaban con mis ideas,
se enlazaban y anudaban
haciendo crecer flores negras en mis venas.


Hoy me falta el aire.

No recuerdo cómo llegamos a esto.
Pero tengo miedo.
No de la ceniza de tu cigarro
Ni del dolor en mi sexo.

No de tus puños, 
ni de tu voz agrietada
que de pronto araña y se retuerce
con espinas marchitas
que atraviesan el espacio que nos separa
y se clavan en mi piel como dardos, 
dinamita.

No, lo que aun temo
es el dolor en el pecho
que me pincha al pensar
que no me quieres,
que no te sirvo.

Que no soy nada.


No hay comentarios:

Publicar un comentario