domingo, 26 de febrero de 2012

El "y si" rompió el tintero.







El "y si" rompió el tintero.


Escribiríamos un papel arrugado,

con tinta seca.

Escupiendo gotas negras

que atravesarían el papel,

como ácido.


Apretando la pluma,

exprimiéndola.


Escribiríamos lágrimas,

sangre,

polvo.


Nos aferraríamos al beso del mar

en una noche de tormenta.

Y, a golpes de sal,

destruiríamos el papel que soñamos.

Papel de la magia,

papel de las canciones.

Papel de plumas blancas.

No quisiera arrugarlo

con mi lengua acartonada.


No quisiera quemarlo

y cubrirlo de espinas,

de bruma,

de cal.






Soplé para elevarlo,

y de pronto me veo persiguiéndolo

como una niña a su globo de helio.


Un globo no está hecho para vivir en la tierra.

No comparte la gravedad.


Encontrará vapor, viento y nubes,

lejos de las agujas.

martes, 21 de febrero de 2012

Polvo en el viento.


Mis dedos, 
como tinta, 
chapotean en un papel manchado. 
Roto. 
Quemado. 
Donde nadie escribiría. 

 Mi lengua se empapela y rasga el papel. 

Lo rompe y lo hiere con palabras ensangrentadas. 
Inertes. 

Ceniza. 

Mis párpados tiemblan 
y mi cuerpo ha perdido su peso. 
Cae, 
atraviesa el suelo. 

Charcos de sangre 

y polvo en el viento. 
Negro. Negro. Negro. 

Mis pies se desvanecen, 

convertidos en arena inconsistente. 
Arena fina y débil que olvidó sus zapatos. 
Olvidó dónde ir. 

Se disgrega en diminutos granos apagados. 

domingo, 12 de febrero de 2012

Fuego doméstico.



Buscando palabras entre las líneas rotas de la corteza de un sauce gris. Llueve. Apoyo la cabeza contra el árbol y respiro. Las gotas chapotean en la tierra. Huele a hierba húmeda. Madera mojada.


 Buscando recuerdos en el verde de sus hojas ramificadas. Buscando calor en el abrazo de la lluvia. La tormenta improvisa solos de truenos y relámpagos guiados por el ritmo que marcan las gotas. Extraña composición arrítmica.


 Enciendo el mechero. La llama anaranjada amarillea mis ojos, y colorea mi nariz azulada. Es una mancha borrosa, que vibra y tiembla como asustada de la sombra. Murmura y susurra con sus débiles chispeos. Es fuego en miniatura, fuego doméstico.

domingo, 5 de febrero de 2012

Insomnio





De noche se agudizan los oídos, se dilatan las pupilas y se suaviza el tacto de los dedos. De noche la luz parece brillar con más intensidad, y el silencio gritar más alto.


El tic-tac del reloj se acelera cada segundo. Las gotas del grifo entreabierto pesan, y se rompen en cristales al caer en el lavabo. La madera vieja cruje y chirría en gritos de agonía y la luz azulada del reloj electrónico parpadea con histeria. Siento cada segundo caminando entre los dedos de mis pies helados. Mi cuerpo parece ser incómodo, grande, pesado. Aprieto los párpados y cambio de posición, encogida bajo el edredón. El colchón parece cada vez más rígido, una tabla de madera gastada que no me protege del frío.

La lluvia susurra y se desliza al chocar contra el cristal de la ventana, como arrullándome con dulzura. Y la oscuridad se tambalea, moviendo mi habitación, como una cuna balanceándose. Despacio. Y en susurros, el colchón se desvanece. El tic-tac se apaga, y el goteo desaparece. Y caigo sobre una pluma. Dos horas de libertad subconsciente.

Bajo la sombra de la ermita


Era una bolita de carne esponjosa. Golpeaba el suelo con sus manitas entre carcajadas, abriendo desorbitadamente sus grandes ojos azules. Su boquita sin dientes contagiaba las sonrisas mientras se balanceaba de adelante a detrás encogido entre sus piernas sonrosadas. Movía los diminutos deditos de los pies como si estuviese analizando su naturaleza. Se asombraba cuando vislumbraba una luz. La perseguía, hipnotizado, tratando de atrapar el destello centelleante hasta que lo perdía de vista o caía rodando con un gritito agudo. Y seguía gateando, y se sentaba, agitando los brazos intentando despegarse del suelo con un aleteo.

Julia no podía parar de sonreír. Le observaba risueña cuidando de que aquél hombrecito chiquitito no se rompiese en pedazos al acariciar el suelo.

Una lágrima se deslizó por su mejilla y cayó sobre su tripita regordeta. El niño rompió a llorar, gritando tan fuerte que Julia temió que se le saliese el corazón por la boca. Le cogió con suavidad, acunándole con gesto de preocupación. Pero no se calmaba. Se agitaba retorciéndose, con la cabeza roja del esfuerzo del grito. Clavó sus uñitas en los brazos de Julia intentando soltarse de su abrazo. Ella lo separó de sí, preocupada. Entonces lo vio. Horrorizada, siguió con la mirada el camino de sangre que recorría el vientre de su hijo. Lo soltó rápidamente sobre un cojín blanco y comprobó que sus manos se habían quedado marcadas en su piel. Parecían hundirse, enrojeciéndose y ensangrentándose, como la gota de sangre que descendía por su muslo. Parecía que la lágrima le había perforado el estómago, y que la marca de sus manos amorataba su pecho. Las carnes de sus mejillas se fueron hundiendo, y sus muslos gorditos se convirtieron en huesos cubiertos por una piel escamosa.

Los gritos continuaban, y Julia no sabía qué hacer. Contemplaba la escena paralizada, desistiendo en sus intentos de tranquilizarlo con caricias al ver las marcas que sus propias manos le producían.  Un nudo apretaba su garganta, ahogándola, y una tela blanca oprimía su cerebro, impidiéndole pensar con claridad. No podía moverse, ni respirar, ni siquiera gritar.

De pronto, un espasmo recorrió el diminuto saco de huesos y este quedó inmóvil. Inerte sobre un cojín manchado de sangre. Julia lo cogió y lo agitó. La cabeza oscilaba, flotando sobre el cuello retorcido. Julia gritó, y dejó salir a borbotones la histeria, la exasperación, las lágrimas y la culpa de aquella muerte. Había matado a aquel generador de cariño y dulzura. Había matado a la bolita de carne esponjosa que tanto había querido abrazar.

Y gritó. Y gritó. Y golpeó el suelo. Y gritó.

Hasta que sus propios gritos la despertaron. Estaba en el suelo, bocabajo. Se incorporó despacio y se tumbó en la cama. Y mirando al techo rememoró su sueño. Revivió cada imagen proyectada en el techo de su habitación. Y apretó los párpados, y la mandíbula, mientras las lágrimas cubrían sus mejillas, ya empapadas. Se acarició la mano derecha. Tenía un dolor agudo en el lateral. Con los ojos enrojecidos, estudió la hinchazón de la zona y, suspirando, se levantó para vendársela.


Ya había pasado un año desde que tomó la decisión. Tan sólo estaba de tres semanas cuando abortó, y su madre, cruz en mano, seguía sin hablarla. Por suerte le dejaba seguir viviendo con ella, pero tan solo su imagen le producía pesadillas. Los espejos cubiertos de vaho enmarcaban la misma palabra cada mañana “asesina”.

Aquél día, Julia había perdido todos sus derechos. Todos en aquél pueblo sabían su nombre, y todos en aquél pueblo callaban al verla, en forma de ojos críticos, ceños fruncidos y miradas de odio. Las viejas torcían la boca en un gesto de desaprobación cuando cruzaba la ermita, y acariciaban con ansia sus rosarios. En la comunidad de vecinos no se la convocaba para las reuniones, y tenía orden de alejarse de los niños, para evitar el contagio de ideas impuras y un comportamiento indigno.

Todas las mañanas cogía el autobús que la llevaba al almacén, y, gracias a su bajo sueldo, podía mantenerse a sí misma y a su madre. Pasaba horas apilando cajas y organizando existencias. Una rutina solitaria. La monotonía le agotaba, y aun así alargaba su horario laboral para volver más tarde a casa.

Odiaba aquella jaula abierta, llena de polvo y religión. El cobre oxidado que llenaba su atmósfera se depositaba en sus pulmones, y el serrín de la cruz de la ermita obstruía sus ideas y sellaba su boca. La tortura del silencio pesaba ya sobre su espalda, y los insultos y amenazas comenzaban a colarse en sus sueños. Su cordura comenzaba a tambalearse: aquella pesadilla no había sido la primera. Ni sería la última.


Violencia acallada con violines




Golpeas las ventanas con los puños desnudos. Los pañuelos que usaste para protegerlos ya están demasiado ensangrentados para envolver tus manos. Las telas ya no tienen ojos. Están hartas de escuchar. Querrías poner el silenciador a tus gritos, pero no alcanzas tus cuerdas vocales. Así que aprietas los labios y recoges con horquillas las arrugas de tu rostro frustrado.


Violencia acallada con violines.

Nunca te gustó esta historia. El tiempo no es lo tuyo, ni los eufemismos sociales. Disfrutabas con el desorden de tu caótica vida. Eras libre.

Pero te atrapó, oprimiendo tu realidad inventada; y te alejó de tu feliz engaño.

Y ahora estás perdida entre jeringuillas y pastillas. Huyes esperando que te sigan, como solían hacer. Pero se han cansado de seguirte, y tú no sabes cómo volver.