Cuando era niña, solía jugar
con aquél árbol del parque. Era enorme, fuerte y hermoso. Solía pensar que nada
podría romperlo jamás. Que siempre se había encontrado ahí, alzando sus ramas,
como pinceles vaporosos, para pintar de verde el cielo.
Cuando era niña, solía
cantar muy alto, pensando que si alcanzaba con mi voz la punta de la hoja más
alta, ésta bajaría a buscarme y me elevaría para sentarme sobre la
nube anaranjada que solía descansar sobre ella. Creía que, desde arriba, su
tacto esponjoso acariciaría mis piernas, y que, de pronto, sería más alta, como
por arte de magia, y podría entender todo lo que los mayores no me contaban.
Cuando era niña quería
saberlo todo. Por qué era azul el color del cielo, y por qué cambiaba cuando
anochecía. Por qué la tierra mojada pintaba mis botas rojas de marrón, y por
qué la sonrisa de mi madre parecía congelarse a veces tras volver del parque.
Solía odiar aquello, y me enfurruñaba con los puños apretados. Y gritaba muy
fuerte, tapándome los oídos con mis manitas mientras pataleaba contra el suelo,
como si, al pisar más fuerte, pudiera librarme de sus garras y elevarme hacia
esa nube de algodón.
Pensaba que era una princesa
y que tenía poderes mágicos, y solía entrecerrar los ojos creyendo que si me
concentraba mucho, podría mover los libros de mi estantería sin tocarlos. Creía
que un día, alguien vendría a buscarme y me llevaría a un mundo mágico en el
fondo del océano, pintado de rosa y dorado, donde todas las sonrisas serían
cálidas, y nada nunca podría oscurecerlas.
De pronto, los colores
brillantes con que soñaba se han vuelto grises, más tristes. Comprendo que el
árbol gigante y hermoso del parque no es más que un tronco enredado, viejo y
gastado, que apenas alcanza tres metros de altura. Mis piernas son más largas,
y a aquellos atardeceres naranjas ahora los llamo contaminación lumínica.
Comprendí hace tiempo que el
cielo no es azul, ni existe siquiera. Que sólo es una capa de gases que nos
envuelven en una burbuja. Que, efectivamente, mis pies están atados a la
tierra, pero que hay mucha tierra donde correr.
Y, sobre todo, comprendí que
la tierra mojada ensucia los zapatos y se pega a ellos, ahogando su brillo.
Comprendí que el barro, como los secretos y las mentiras, se pegan como
alquitrán a la piel. Que la sangre y el odio no se borran, y que aquella
sonrisa congelada es sólo una de las pruebas de que tengo la madre más fuerte y
más valiente del mundo. Que inventó una pompa enjabonada de brillos y diamantes
esponjosos para que jugara mientras ella tragaba ese humo negro, y aun así
sonreía mientras yo, ceñuda, me negaba a dejar aquél árbol podrido.
Comprendí
entonces que mi mundo mágico no era tan mágico y que jamás lo
cambiaría por éste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario