domingo, 5 de febrero de 2012

Bajo la sombra de la ermita


Era una bolita de carne esponjosa. Golpeaba el suelo con sus manitas entre carcajadas, abriendo desorbitadamente sus grandes ojos azules. Su boquita sin dientes contagiaba las sonrisas mientras se balanceaba de adelante a detrás encogido entre sus piernas sonrosadas. Movía los diminutos deditos de los pies como si estuviese analizando su naturaleza. Se asombraba cuando vislumbraba una luz. La perseguía, hipnotizado, tratando de atrapar el destello centelleante hasta que lo perdía de vista o caía rodando con un gritito agudo. Y seguía gateando, y se sentaba, agitando los brazos intentando despegarse del suelo con un aleteo.

Julia no podía parar de sonreír. Le observaba risueña cuidando de que aquél hombrecito chiquitito no se rompiese en pedazos al acariciar el suelo.

Una lágrima se deslizó por su mejilla y cayó sobre su tripita regordeta. El niño rompió a llorar, gritando tan fuerte que Julia temió que se le saliese el corazón por la boca. Le cogió con suavidad, acunándole con gesto de preocupación. Pero no se calmaba. Se agitaba retorciéndose, con la cabeza roja del esfuerzo del grito. Clavó sus uñitas en los brazos de Julia intentando soltarse de su abrazo. Ella lo separó de sí, preocupada. Entonces lo vio. Horrorizada, siguió con la mirada el camino de sangre que recorría el vientre de su hijo. Lo soltó rápidamente sobre un cojín blanco y comprobó que sus manos se habían quedado marcadas en su piel. Parecían hundirse, enrojeciéndose y ensangrentándose, como la gota de sangre que descendía por su muslo. Parecía que la lágrima le había perforado el estómago, y que la marca de sus manos amorataba su pecho. Las carnes de sus mejillas se fueron hundiendo, y sus muslos gorditos se convirtieron en huesos cubiertos por una piel escamosa.

Los gritos continuaban, y Julia no sabía qué hacer. Contemplaba la escena paralizada, desistiendo en sus intentos de tranquilizarlo con caricias al ver las marcas que sus propias manos le producían.  Un nudo apretaba su garganta, ahogándola, y una tela blanca oprimía su cerebro, impidiéndole pensar con claridad. No podía moverse, ni respirar, ni siquiera gritar.

De pronto, un espasmo recorrió el diminuto saco de huesos y este quedó inmóvil. Inerte sobre un cojín manchado de sangre. Julia lo cogió y lo agitó. La cabeza oscilaba, flotando sobre el cuello retorcido. Julia gritó, y dejó salir a borbotones la histeria, la exasperación, las lágrimas y la culpa de aquella muerte. Había matado a aquel generador de cariño y dulzura. Había matado a la bolita de carne esponjosa que tanto había querido abrazar.

Y gritó. Y gritó. Y golpeó el suelo. Y gritó.

Hasta que sus propios gritos la despertaron. Estaba en el suelo, bocabajo. Se incorporó despacio y se tumbó en la cama. Y mirando al techo rememoró su sueño. Revivió cada imagen proyectada en el techo de su habitación. Y apretó los párpados, y la mandíbula, mientras las lágrimas cubrían sus mejillas, ya empapadas. Se acarició la mano derecha. Tenía un dolor agudo en el lateral. Con los ojos enrojecidos, estudió la hinchazón de la zona y, suspirando, se levantó para vendársela.


Ya había pasado un año desde que tomó la decisión. Tan sólo estaba de tres semanas cuando abortó, y su madre, cruz en mano, seguía sin hablarla. Por suerte le dejaba seguir viviendo con ella, pero tan solo su imagen le producía pesadillas. Los espejos cubiertos de vaho enmarcaban la misma palabra cada mañana “asesina”.

Aquél día, Julia había perdido todos sus derechos. Todos en aquél pueblo sabían su nombre, y todos en aquél pueblo callaban al verla, en forma de ojos críticos, ceños fruncidos y miradas de odio. Las viejas torcían la boca en un gesto de desaprobación cuando cruzaba la ermita, y acariciaban con ansia sus rosarios. En la comunidad de vecinos no se la convocaba para las reuniones, y tenía orden de alejarse de los niños, para evitar el contagio de ideas impuras y un comportamiento indigno.

Todas las mañanas cogía el autobús que la llevaba al almacén, y, gracias a su bajo sueldo, podía mantenerse a sí misma y a su madre. Pasaba horas apilando cajas y organizando existencias. Una rutina solitaria. La monotonía le agotaba, y aun así alargaba su horario laboral para volver más tarde a casa.

Odiaba aquella jaula abierta, llena de polvo y religión. El cobre oxidado que llenaba su atmósfera se depositaba en sus pulmones, y el serrín de la cruz de la ermita obstruía sus ideas y sellaba su boca. La tortura del silencio pesaba ya sobre su espalda, y los insultos y amenazas comenzaban a colarse en sus sueños. Su cordura comenzaba a tambalearse: aquella pesadilla no había sido la primera. Ni sería la última.


2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho. La forma de escribirlo, de dibujar el contorno de cada escena a través de las palabras, y el fondo del escrito. Hipocresía, inseguridad, ceguera,... haces que todos los sentimientos salgan claramente a la luz. Me ha encogido el corazón.
    Desde mi punto de vista, en la ermita se debería decir claramente: "Perdonad". Qué importante es el perdón, y qué poco se practica.
    Y me dan ganas de gritarle a Julia: ¡¡Sal de ahí!! Sé que por las necesidades económicas no puede, además, ella tampoco se perdona y se siente culpable... pero, ya que su madre no abre los ojos, espero que ella lo haga. Le queda mucha vida por delante y se ve que es una chica sensible y decidida. ¡¡Ánimo!! Tenerse a ella misma es suficiente para salir adelante.

    ¡¡Luz!! ¡¡Necesitamos una luz que nos abra los ojos!! Todos ovejitas ciegas de un rebaño... Buen reflejo de la sociedad, de nosotros mismos.

    Y me callo ya, que me he metido hasta el fondo en el relato.

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