De noche se agudizan los oídos,
se dilatan las pupilas y se suaviza el tacto de los dedos. De noche la luz
parece brillar con más intensidad, y el silencio gritar más alto.
El tic-tac del reloj se acelera cada segundo.
Las gotas del grifo entreabierto pesan, y se rompen en cristales al caer en el
lavabo. La madera vieja cruje y chirría en gritos de agonía y la luz azulada
del reloj electrónico parpadea con histeria. Siento cada segundo caminando
entre los dedos de mis pies helados. Mi cuerpo parece ser incómodo, grande,
pesado. Aprieto los párpados y cambio de posición, encogida bajo el edredón. El
colchón parece cada vez más rígido, una tabla de madera gastada que no me
protege del frío.
La lluvia susurra y se desliza al chocar contra el cristal de la ventana,
como arrullándome con dulzura. Y la oscuridad se tambalea, moviendo mi
habitación, como una cuna balanceándose. Despacio. Y en susurros, el colchón se
desvanece. El tic-tac se apaga, y el goteo desaparece. Y caigo sobre una pluma.
Dos horas de libertad subconsciente.
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