Dos veces repetí
tu nombre.
Dos veces.
Como en eco.
Y mi voz parecía
fundirse con el horizonte
como si el viento
lo silbara
y las olas
dibujaran
tu figura
entre hilos de
sal
y agua oscura.
Dos veces miré
entre las nubes,
como buscando tu mirada evaporada
como tratando de
encontrarte dibujada
a ti y a tu silueta anaranjada
justo antes de
que la penumbra
devorase toda la
luz
de mi esperanza.
Aquella noche pareció
más oscura,
más silenciosa,
más solitaria
que nunca.
Aquella noche mi
cama
se volvió tabla,
y mi cuerpo
endurecido
se cubrió de
escamas.
Los párpados
recogidos
con pestañas
y las encías
apretadas
para encerrar la
rabia,
la angustia, la
falta.
Y así pasaron los
días,
las semanas.
Meses destiñendo
de negro
los sueños
cosidos a las
sábanas,
enterrando mariposas
bajo la cama
y quitándome el
luto
frotando la piel
quemada.
Y ya no te llamo
más que a veces,
con voz apagada,
en sueños y con
boca cerrada,
dejando charcos
de sal
sobre la
almohada.
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